El actor, director y escritor de crónicas de viaje Andrew McCarthy, plantea en esta Columna de Opiniones publicada en The New York Times cómo los viajes lograron disipar sus miedos, los ocultos y los reales, y esa sensación fue la que lo llevó a recorrer el mundo.
Hace un cuarto de siglo atravesaba España por el Camino de Santiago, la antigua ruta de los peregrinos. A las dos semanas de mi caminata de 800 kilómetros me sentía ansioso, solo y miserable. Cada día era peor que el anterior. Me sentía fracasado y débil.
Una tarde, mientras caminaba bajo un sol intenso por un campo seco de trigo cortado en el altiplano, caí de rodillas y empecé a llorar. Mis lágrimas me habían tomado desprevenido y eran imparables. Maldije a cualquier Dios en el que medio creía y exigí respuestas de por qué me sentía tan solo, tan frágil, tan incompleto. Me desahogué llorando, me puse de pie y seguí caminando durante seis horas hasta el siguiente pueblo. Encontré una cama y me quedé dormido sin soñar.
A la mañana siguiente retomé de nuevo mi recorrido. Arrastrando los pies, no podía evitar la sensación de que había olvidado algo. Me detuve y revisé mi mochila dos veces. No faltaba nada ni había perdido nada. Una hora más tarde, estaba descansando junto a un granero, comiendo un trozo de queso y un pedazo de pan duro. Cuando fui a levantar la mochila para continuar, me di cuenta de que oía el canto de los pájaros, claro y nítido. Me di cuenta de lo nítidos que parecían los colores a mi alrededor, el color de ámbar quemado de la tierra, el rojo intenso de un tractor cercano. Las escasas nubes que había en lo alto parecían transformarse y cambiar de una manera que parecía casi predestinada. La sensación era de estar muy despierto. Entonces me di cuenta de lo que había “olvidado”, de lo que no tenía, de lo que me faltaba. Era el miedo.
Al entrar en nuestro tercer año en el calendario bajo la nube de la covid, he estado pensando mucho en el miedo, en su hambre desestabilizadora y paralizante, y en los viajes, y en cómo necesitamos su poder transformador más que nunca. A pesar de los eslóganes al principio de la pandemia de que “estamos todos juntos en esto”, muchas de las personas que conozco se han sentido muy solas, muy aisladas, muy atrapadas y, sí, muy asustadas.
El miedo parece ser la única característica común de la pandemia. Y nadie a quien yo conozca reacciona bien ante una exposición sostenida al miedo. No todas mis decisiones temerosas han sido malas, pero casi todas mis malas decisiones se han originado del miedo.
Ahora me parece extraño que no haya sido consciente de la presencia del miedo en mi vida hasta ese momento de su primera ausencia. Sin embargo, las ansiedades nacidas en la infancia se habían convertido en parte tan importante de mi ritmo que las aceptaba sin pensar. Junto al granero me sentí de repente pleno, sin necesidad de justificar mi ser. Era una sensación como ninguna otra que hubiera conocido. Era libre al menos por el momento. Por fin, pensé: aquí estoy. Y quería más.
Como había experimentado esta sensación mientras peregrinaba, era lógico —según mi razonamiento— que viajando más podría expandir ese momento. En el vacío creado por la ausencia de tanto miedo, surgieron sentimientos de alegría y generosidad que me llevaron a conectar con los demás y con el mundo en general. Viajé a Asia y África, por toda Europa y Sudamérica. Conocí a personas que parecían muy diferentes, pero que, al verlas más de cerca, compartían los mismos sentimientos que yo. Cuanto más me alejaba de mi hogar, más me sentía en casa.
A medida que las variantes se disparan y retroceden, parece que la covid, de una forma u otra, permanecerá con nosotros. Hay que mitigar el miedo. Y el miedo es un enemigo astuto y peligroso, un capataz sutil y corrosivo, que puede golpear como un martillo. Al igual que el virus que combatimos ahora, o un político hambriento de seguir en el poder, el miedo muta y encuentra la manera de perdurar. Franklin Roosevelt nos aseguró que a lo único que teníamos que temer era al temor mismo. Él sabía, aunque muchos de nosotros parecemos haberlo olvidado, que donde manda el miedo surgen problemas.
El miedo exige sumisión mientras se esconde detrás de las buenas intenciones. Incita a la indiferencia gratuita en nombre de la independencia. Y cuando se le reprende, el miedo se apresura a justificarse: “Si eres inteligente, tendrás miedo. Mucho miedo”.
Tal vez haya otra respuesta, una paradójica para la historia que hemos estado viviendo. Sea cual sea la eficacia del cierre de fronteras, hay pocas dudas de que ha conseguido exacerbar nuestro miedo (no siempre) latente al “otro”. Pero el aislamiento es un jardín del diablo. Por supuesto, se requiere la debida diligencia y un comportamiento responsable en una situación tan fluida, pero recuperar la capacidad de acción tiene sus propias recompensas. Con las debidas precauciones, los viajes pueden proporcionar una salida muy improbable de este atolladero de miedo en el que nos encontramos.
El gran escritor de viajes Paul Theroux dijo que “viajar es el optimismo en acción”. Enfrentados a restricciones siempre cambiantes, protocolos de pruebas complicados y confusos, y mensajes incoherentes, los viajeros de hoy necesitan todo el optimismo que puedan reunir. Pero la reducción de los servicios y las limitaciones que hemos aprendido a aceptar con calma en casa durante la pandemia han creado en nosotros una adaptabilidad que representa una cualidad ideal para salir a la carretera. Si estás dispuesto a ser flexible, las recompensas de los viajes aún te esperan.
Hace poco volví de Irlanda, donde la escasez de viajeros le dio al lugar un aire hogareño que no había vivido desde antes de que rugiera el Tigre Celta. Me enamoré de nuevo de los irlandeses y volví con energía y sintiéndome más grandioso, sentimientos que escasean durante la época de la covid.
En el verano, inspirado por el deseo de disipar el miedo que había acumulado por la pandemia, volví a atravesar España recorriendo el Camino de Santiago durante un mes, esta vez con mi hijo de 19 años. La liberación que ambos experimentamos fue profunda. El dominio tiránico del miedo no pudo resistir la fuerza de la conexión humana. Volvió el optimismo. Ahora me dirijo a la Antártida, donde confío en que todo ese aire fresco y el espacio abierto me mantendrán a salvo. La idea de encontrarme con el hielo azul suscita una sensación de esperanza que ha estado ausente durante demasiado tiempo.
Puede parecer contradictorio dejar lo que es familiar y aparentemente seguro para aventurarse en lo desconocido para liberarse de los terrores de la vida, pero eso es exactamente lo que ha sido mi liberación. Siempre es más fácil sentarse en el sillón que levantarse y salir. Pero tal vez el sillón ya no es la respuesta. Tal vez sea el momento de volver a salir, con las debidas precauciones. Viajar todavía tiene el poder de asombrar, deleitar y sorprender, de maravillar e inspirar, de unir y, lo más importante ahora mismo, de acabar con el miedo.
Fuente: https://www.nytimes.com/es https://andrewmccarthy.com